
Quienes hemos tenido la suerte de nacer en la Unión Europea (en España, en concreto), vivimos en el mejor mundo posible y no somos conscientes de ello.
Nos flagelamos de la situación que padecemos, a pesar de la crisis, desde la atalaya de la abundancia en la que vivimos.
Entendemos la globalidad desde una óptica interesada para exportar y vender nuestros bienes y servicios. Pero cerramos a cal y canto la privacidad de nuestras fronteras y ponemos rejas en las ventanas y puertas de nuestras casas.
La globalidad ha de ser by direccional, de ida y vuelta, de intercambio constante que procure que quienes habitamos bajo el mismo techo celestial, podamos compartir no sólo las estrellas, sino también las posibilidades.
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